Pan, magia, y supervivencia
Por: Alpidio Rolón Garcia.
Tomado del boletín “CI-EGO” Junio 1997 Volumen 1 Edición 1.1
“Sabiamente se ha señalado que la filosofía no hornea pan. Con semejante sabiduría, se ha señalado que no se puede hornear pan sin una filosofía.” –Dr. Kenneth Jernigan
Comer. Todos lo hacemos. Sin comida no existimos. Todo lo que comemos es alimento que se transforma en una y mil cosas. Tanto físico, como espiritual. Una buena alimentación nos permite crecer saludables, que a su vez nos permite pensar mejor.
La materia, según se ha dicho, ”no se destruye, sólo se transforma.” Lección que aprendemos en la escuela. Aprendemos inclusive, cómo y cuándo se lleva a cabo esa transformación. Magia. Pura magia. Comida transformada en cuerpo, transformada en pensamiento.
Sí, todos comemos. Unos más que otros sabemos de dónde provienen los alimentos, y cómo se transforman. Pero, ¿cuántos sabemos prepararlos? Desde que nacemos, alguien nos alimenta. No tenemos por tanto, que preocuparnos por nuestra supervivencia. Muchos, por no decir la mayoría de los seres humanos, nunca aprendemos a preparar los alimentos que garantizan nuestra supervivencia. Perpetuamos así, la dependencia. No aprendemos el arte de prestidigitación culinaria. La magia de transformar materia prima en materia alimenticia.
Arroz blanco. Arroz, sal, aceite, y agua. Con eso comencé mi incursión en la magia culinaria. Simple, y a la vez maravilloso. Ante mí, alimento transformado en supervivencia. Delicioso. Al menos, así me pareció a mí. Magia. Yo, ciego, contra todo estereotipo, podía cocinar. Sabroso. Ahora, aunque tuviese que comer arroz blanco todos los días, podía sobrevivir. Cocinar sin embargo, es como el apetito. Una vez se abre, hay que saciarlo.
La curiosidad, el reto y el deseo de probarme a mí mismo de que podía, me llevaron a intentar cocinar otros y más complicados platos. Como esto no es un libro de recetas, sólo les diré que puedo cocinar todo aquello que me proponga cocinar. Desayuno, almuerzo y cena. Carnes, pescado y mariscos. Sopas, tortillas y postres. Modestia aparte, hago uno, de los mejores, sino el mejor, bizcocho de zanahoria. Y todo comenzó con arroz blanco. Materia prima transformada en alimento, transformada en supervivencia, transformada en independencia y dignidad. Algo así como si dijera, si A es igual a B, y B es igual a C, A es por tanto, igual a C.
Si lo dicho hasta ahora parece fácil, es porque sí es fácil. Para cocinar, como todo en la vida, se requiere adquirir unas destrezas básicas y comenzar por dar el primer paso. Hay que sumar conocimientos y experiencia. Antes sin embargo, tenemos que eliminar las barreras mentales.
Estando en su programa de televisión, Andrés Salas Soler me preguntó, qué hacía para medir cantidades a la hora de cocinar. La respuesta inmediata fue, que lo hacía “a ojo”. Aparentemente, esperaba una contestación más compleja, ya que inicialmente se quedó mudo. Le expliqué, que a veces medía cosas como sal, echándola en la palma de una mano y tocándola con un dedo de la otra. Simple. Como dice Dr. Jernigan, los ciegos usamos “métodos alternos” para hacer lo mismo que hacen las personas con vista.
En mi cocina no hay utensilios diseñados para ciegos. No quiere esto decir que no existan. Los hay de todo tipo y complejidad. Parlantes, eléctricos y electrónicos. Hasta ahora, no los he necesitado. Nunca me había preguntado por qué no los tengo. Uso al máximo mis otros sentidos, (“métodos alternos”) y sentido común a la hora de trabajar con utensilios cortantes o calientes. Por ejemplo mido el tiempo, de cocción con mi reloj de pulsera y uso mi olfato para saber cuándo están preparados los alimentos. Obviamente, si algo huele quemado, es porque se ha pasado de tiempo. Mi hija marcó con tirillas de cinta adhesiva (“tape”) el botón del horno. De esta forma, sabía dónde estaba 400 grados o cualquier otra temperatura. Mi hija se fue estudiar, y con el tiempo las tirillas se cayeron, y yo continué horneando sabrosos bizcochos de zanahoria. ¿Cómo? Simple, me fijé en la posición en que quedaba el botón en las distintas temperaturas. Por ejemplo, en mi horno, 400 grados queda a la 1:00, si usamos como eferencia un reloj. Resultado, ya no necesito las tirillas. Más importante aún, soy más independiente.
Soy a la hora de cocinar, mi mejor o peor crítico. Si lo que cocino sale bien, soy el primero en decirlo, y saboreo, y disfruto lo cocinado. Si no me sale tan bien, pienso en la independencia y dignidad que me ofrece el poder cocinar mis alimentos, e inmediatamente me sabe mejor.
Para vivir hay que comer. Para sobrevivir es mejor cocinar.